Aquel día de verano de
1945 cuando salimos de las catacumbas, aprendimos de nuevo a vivir sin
el estruendo de las sirenas. Dejamos las trincheras para conseguir una hogaza
de pan, un trozo de carne era un lujo para algunos privilegiados. Guardamos en
un baúl, bajo mil llaves, los uniformes; queríamos edificar sobre las ruinas, nos
hicieron construir un muro de sangre y olvido. Nuevos dioses se repartieron la
única ciudad del mundo como un juego sobre un damero maldito. 44 años después,
tras las banderas rotas y la tierra abrasada por un sol destronado, viejos fusiles
disparan ramos de olivo sobre palomas de la paz.
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