Poco
antes de que los domingos fueran amargos, a las cinco de
la tarde iniciaba la marcha con el pie acostumbrado, saludó a la grada con la
cara alta, y a la presidencia con una ligera inclinación. Su traje de oro
deslumbró al animal, que sin embargo embestía el trapo resoplando hasta que
recibió el acero en sus entrañas.
La vuelta
triunfal lo pilló con el paso desacompasado cuando se enteró por un subalterno
de la noticia:
-Tu hijo…
-Qué.
-Que nació
muerto.
Humilló como los
toros bravos, lamió su boca el sudor ensangrentado de su mano y, por la puerta
grande, sacudió la arena de sus zapatillas.
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