Desde el otro lado del planeta se propagó la
sombra. Cada día avanzaba un centenar de leguas. Las estrellas caían por el
horizonte como hojas secas al tiempo que los edificios como flanes temblorosos
se agrietaban y se deshacían, dejando al descubierto su armazón de metal como
una garra inerme que va trazando en el aire una plegaria hambrienta.
Hace ya setenta días que la humanidad enloquece y
se dispersa por los cauces secos y los páramos baldíos. La onda que precede al
colapso se acerca inexorable. Sabemos que es el final porque los teletipos han
dejado de teclear su cantinela y enmudece la radio.
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